sábado, 8 de octubre de 2016

MEMORIAS DE UNA DRAGG QUEEN DE PUEBLO (Estrés hipocondríaco y defectos de fabricación)

ESTRÉS HIPOCONDRIACO Y DEFECTOS DE FABRICACIÓN.


        A pesar del estrés hipocondríaco que suponía para mi ego el enfrentarme al día siguiente, de nuevo, a los análisis de HIV. Conseguí dormir unas cinco horas. Creo que el cansancio venció a la locura aterradora que se estaba incrustando en mi cerebro. Despertamos a las seis de la mañana y como siempre, nos duchamos y desayunamos algo de repostería industrial junto con un café bien cargado. No hablamos del tema que rebotaba en mi mente en ningún momento.
        Una vez en la fábrica, la misma rutina de cada día: Café con las mosqueteras, gimnasia japonesa, meeting del jefe de producción y paseíllo hasta el almacén de control de calidad para empezar con mi trabajo en busca de defectos de calidad en el producto que se acumulaba en el almacén. La única novedad eran los técnicos japoneses recién llegados que se incorporaban como podían a la rutina de la empresa.
        Se notaba que la brigada de mantenimiento había hecho horas extra todo el fin de semana, ya que de las doce cadenas auxiliares que originalmente había en nuestra sección, había cinco que ya estaban operativas al cien por cien. Al poco rato empezaron a llegar palets de producto acabado. Cuando se hubieron acumulado unos diez hice una primera selección para poder empezar. Decidí concentrarme en mi trabajo para así no tener que pensar en la visita al médico de las siete de la tarde.
        A la una del mediodía, mientras recogía un poco los aparatos esparcidos sobre la mesa para dejar la sección mínimamente decente por si se presentaba alguien para chequear mi trabajo (Que iluso que era, si a nadie le importaba una mierda lo que yo hacía allí), me planteaba la posibilidad de que Yolanda tuviese razón en su idea de lo innecesario de mi sección, pues en los doce aparatos que llevaba chequeados no había encontrado ningún defecto digno de mención. Mientras, Álvaro me esperaba en la puerta del almacén para ir juntos a almorzar, me fijé en las caras de los nuevos técnicos japoneses recién llegados, listos para cubrir las vacantes de técnicos y directivos cesados. Se les veía muy activos reuniéndose constantemente con los cargos intermedios. -Me parece que hay algunos jefezuelos que comerán tarde hoy.- Le dije a mi chico mientras íbamos hacia el comedor.
        -Llevan toda la mañana así. Son como un grano en el culo. Se te quedan mirando sin decir nada, y si tienen algo que comentarte te lo hacen saber a través de tu superior.- Dijo muy molesto. -Un verdadero coñazo.- Añadió. En ese momento me alegré de ser el último mono de la empresa.
        Mientras almorzábamos se nos juntaron Rosita y Eugenia, el tema del día eran los nuevos empleados japoneses y como se estaban desenvolviendo por los departamentos. Después de los postres, mientras nos dirigíamos a la zona de descanso de nuestra sección para tomar el café, Eugenia me retrasó un poco de los demás porque quería hablar conmigo.
        -En estas tres semanas, he buscado el momento apropiado para pedirte disculpas pero nunca he encontrado el momento para hacerlo.- Me dijo una Eugenia muy afectada.
        -Eugenia, no tienes que disculparte de nada, en ningún momento he creído que el que ahora estés realizando mi antiguo trabajo en las insertadoras sea responsabilidad tuya.- Le dije.
        Cuando me sacaron de la sección de los robots insertadores de componentes electrónicos para asistir como ayudante al Sr. Hikaru Yamahaka, mi sustituta fue Eugenia. Desde el primer momento lo vi como la decisión más normal, ya que ella había sido preparada para ese puesto cuando tuvo que sustituir a mi compañero del turno de tarde, cuando este estuvo convaleciente durante cinco meses por las heridas que se hizo en un accidente de tráfico.
        Del grupo, Eugenia era quizás la más madura de todos, no lo digo por su edad, ya que, aunque rondase los cincuenta, era una de las mujeres más atractivas de la empresa. Era de ese tipo de personas que escuchaban más que hablaban, y solo hablaban cuando tenía alguna cosa positiva que aportar a la conversación. No sé si ella era alguien muy culto, pero de lo que no había ninguna duda es que era una mujer muy, pero que muy sabia. Era por eso que me resultaba enternecedora su preocupación hacia mí. Me contó que le quitaba el sueño el pensar en la posibilidad de que a su hijo le pudiese pasar una situación parecida a la mía. Por lo visto, tenía la misma edad que yo y acababa de empezar a trabajar en un estudio de ingeniería en Barcelona. Y ella como madre sufridora se ponía en la peor de las situaciones, imaginándose a su niño luchando en mitad de una jauría de hienas parecida a la que se había generado en nuestra empresa.
        La tranquilicé, no sentía ningún remordimiento hacia ella, antes al contrario, si ese trabajo se podía considerar un chollo, me sentía satisfecho de que se lo diesen a ella antes que a cualquier otro lameculos de los que se me hacían insufribles.
        Nos juntamos con los demás para hacer cola en la máquina del café. –Gracias.- Me dijo Eugenia al oído.
        -Gracias ¿Por qué?- Le contesté yo.
        -Por ser como eres.- Me dijo con una gran sonrisa que iluminaba su cara. Mientras, yo me puse colorado como un tomate.
        A las dos del mediodía retomé mi trabajo en busca de defectos en el producto acabado. Después de chequear doce aparatos más y no encontrar ningún defecto digno de ser mencionado, mis dudas existenciales sobre la viabilidad de mi sección, y más concretamente de mi puesto de trabajo aumentaron. Redacté el informe para Yolanda y se lo entregué. Lo recibió con muchísima educación y una gran sonrisa en la cara, y acto seguido, a la que me giré y me dirigí a la puerta de salida, lo lanzó a la papelera.
        Eran las cinco, Álvaro me estaba esperando al lado de mi Fiat Punto de color lagarto. Teníamos prisa, a las siete teníamos hora con el doctor para hacernos las malditas pruebas. Durante todo el camino de vuelta a casa no dijimos ni media palabra ninguno de los dos, cosa que me confirmaba que el chico pelirrojo que se sentaba mi lado en el coche estaba casi tan nervioso o más que yo. -El folleto decía que no hacía falta que estuviésemos en ayunas ¿verdad?- Dijo mientras entrabamos en casa.
        -Sí, creo que si.- Le dije mientras buscaba en mi mochila el folleto del hospital donde explicaba cómo realizar las pruebas. -Aquí tienes, vuelve a leértelo por si nos hemos saltado algún paso.-
        Le propuse darnos una ducha caliente, es lo que creía en ese momento que podría ser lo mejor para calmarnos. Bajo un chorro intenso de agua caliente, me abrazo y se derrumbó. -Me aterra la posibilidad de ser seropositivo.- Me dijo con lágrimas en los ojos mientras me cortaba la respiración de lo fuerte que me abrazaba. Decidí no contarle que lo más  probable era que ese día solo nos sacasen sangre y que los resultados de la analítica podrían demorarse una semana o dos. Tal y como me había sucedido hacía dos años, cuando me hice esas mismas pruebas por primera vez.
        Eran las siete menos diez cuando llegamos al centro ambulatorio donde teníamos asignado nuestro médico de cabecera. Como de costumbre iban con retraso. Tuvimos que esperar más de media hora para que nos tocase nuestro turno. La visita fue breve, le contamos nuestra situación y nos preparó unos documentos para que la enfermera que asistía en la consulta de al lado nos sacase las muestras de sangre. Esperamos unos diez minutos más y una jovencísima enfermera nos invitó a pasar a su consulta.
        -¿Por quién empezamos?- Nos dijo en un tono muy cordial.
        Los dos nos miramos y dijimos a la vez: -¡Por él!- La enfermera sonrió maliciosamente.
        -Ok, pues empezaremos por el pelirrojo, súbete la manga del jersey y ponla sobre esta tarima.- Le dijo a Álvaro mostrándole una especie de reposabrazos metálico.
        Sin decir palabra mi chico obedeció y puso su brazo desnudo sobre ese andamiaje cromado. La enfermera después de atarle una goma en el brazo por debajo de la axila procedió a clavarle la aguja y llenar una enorme jeringa de caballo con su sangre. Una vez finalizada esa acción, tiro la aguja a un cubículo de seguridad y empezó a llenar probetas con la sangre de Álvaro. -Ya puedes abrir los ojos.- Le dijo mientras le ponía un poco de algodón con un esparadrapo en la zona de la punción. -Tampoco ha sido tan tremendo ¿Verdad?- Añadió sonriéndole.
        -Casi ni me he enterado.- Dijo un Álvaro mucho más aliviado.
        -Y ahora el turno del rubiales.- Dijo la enfermera refiriéndose a mí, mientras me miraba con cierta malicia.
        Tengo que reconocer que esa chica era una gran profesional, solo sentí un pequeño pinchazo y para la cantidad de sangre que sacaban no me quedo ni moratón en la piel.
        -Vale, pues en una semana tendréis los resultados, cuando salgáis, podéis pedir hora en la recepción para el lunes que viene.- Dijo una vez se hubo terminado la extracción de sangre.
        -¿Co…Como? ¿Vamos a tener que esperar aún otra semana para saber los resultados?- Exclamo Álvaro con una expresión entre terror y sorpresa.
        -Upps… se me olvido de decirte ese detallito. Si, las pruebas tardan una semana en hacerse.- Le dije a un pelirrojo que me miraba con cara de asesino.
        Ante de irnos decidimos ir a visitar a Miquel ya que el centro ambulatorio quedaba cerca del hospital.
        Mientras subíamos a la planta de convalecientes nos encontramos con Lidia, la enfermera amiga de Nuria. -A Miquel ya le dieron el alta.- Nos dijo con cara de sorprendida al vernos ahí. -Qué raro que Nuria no os lo haya dicho.-
        -Es que hoy no hemos hablado con ella.- Le dije yo intentando disimular la vergüenza por lo desinformados que estábamos. Álvaro y yo nos miramos y al primer gesto, tomamos a toda prisa la dirección de la salida del hospital.
        -Qué vergüenza que acabo de pasar.- Dijo mi novio con cara de pasmo.
        -Quedémonos con la buena noticia, Miquel ya no está en el hospital, eso quiere decir que ya está muchísimo mejor.- Dije yo.
        Eran las ocho de la tarde y la calle parecía la boca de un lobo. A ninguno de los dos nos apetecía cocinar esa noche, aunque las opciones eran pocas para comer fuera, la mayoría de los restaurantes cerraban el lunes por la noche. De hecho las opciones se limitaban a repetir en el BRAVISSIMO, intentar cenar en uno de los snack-bar de tapas o probar en el restaurante mexicano TACO-TACO. Optamos por una competición de picantes. Después del estrés de los últimos días la comida mexicana no podría hacernos sentir peor.
        A las diez regresamos a casita, vimos un ratito la televisión y antes de las doce ya estábamos durmiendo.
        El martes empezó con exactamente la misma rutina que el resto de los días en la empresa japonesa. Cuando llegué al almacén descubrí que la cadena de montaje principal había hecho un par de horas extra el día anterior y se habían acumulados unos doce palets de producto acabado. –Fantástico.- Pensé. –Así no voy a perder la primera hora esperando a que la empresa se ponga en marcha.- Cargue tres aparatos en el carrito y me dirigí a mi sección.
        Esta primera inspección resulto igual de infructuosa que las del día anterior: Ningún defecto destacable que mencionar. Volví a empaquetar los aparatos con mucho cuidado y los devolví al almacén. Una vez allí, recogí varias muestras del producto  que se acababan de fabricar. Y cuando desembalé el primer aparato de esta segunda muestra descubrí algo que me llenó de emoción. Era ese maldito rayazo en el embellecedor que tan de cabeza me había llevado los primeros días en esta sección. ¿Qué estaba pasando? ¿Lo habría hecho yo al sacar el aparato de la caja de cartón? Tenía que salir de dudas. Y abrí con muchísimo cuidado las demás cajas que contenían el mismo modelo de aparato. Y ¡BINGO! Todos tenían el mismo rayazo en la misma zona.
        Empecé a preocuparme: si en los cinco aparatos que acababa de chequear había el mismo defecto y no lo estaba provocando yo, era evidente que se producía durante el proceso de fabricación. Llegué a la conclusión de que era algo que debía de comentárselo a Yolanda. Y así lo hice.
        Encontré a mi jefa de sección en su oficina. -Esto… Sra. Yolanda, tengo que comentarle un tema.- Le dije un poco inseguro.
        -Me pillas muy ocupada en este momento.- Me dijo con tono severo.
        -Es que creo que he encontrado un problema de calidad importante.- Insistí.
        -Pues haces como siempre, lo incluyes en el informe que me pasas al final del día.- Añadió, zanjando la conversación. Mientras yo me quedaba viendo visiones ante la poca profesionalidad de mi superior.
        Salí de la oficina con la sensación de que cuando ese producto llegase a los controles de distribución en mercados de otros países se iba a liar una de gorda, pero que muy gorda. Cogí los embellecedores rayados y me fui a cambiarlos al almacén de producto para la fabricación. Allí me encontré a Álvaro chequeando componentes y le conté lo que me había sucedido. Me tranquilizó, mostrándome todo el control de calidad que se ejecutaba en el proceso de fabricación demostrándome que era imposible que no se detectase un fallo de ese calibre durante el mismo. De todos modos quedamos en que durante el descanso del almuerzo vendría a ayudarme a entender cómo se podía producir ese maldito rayazo.
        Fue en ese momento que regresaba a mi sección con los embellecedores de repuesto que lo vi por primera vez.
        Mientras cruzaba la sección de producción (donde estaban las cadenas de montaje principales) sentí como un escalofrió que me recorría la nuca. Y lo vi allí arriba, en la ventana de la oficina de dirección que daba directamente al interior de la fábrica. Tenía sus ojos clavados en mí, cosa que me incomodaba enormemente. Pues durante el trayecto que cruzaba el edificio me giré varias veces y siempre tenía su mirada sobre mí. Aceleré el paso para salir de su zona de control. Cuando regrese a mi sección tuve una extraña sensación de seguridad.
        Podríais preguntarme por ese hombre, pero me habría sido imposible daros una descripción de él. Solo me fije en sus ojos y en la fuerza que desprendía su mirada, era casi inquisitoria y me molestaba profundamente. Durante el almuerzo le pregunté a Andrea sobre quién podía ser ese hombre. Pero como no fui capaz de darle más datos sobre su fisonomía no supo decirme de quien se trataba.
        Por la tarde seguí realizando mi trabajo de chequeo de producto acabado, y, ya como una constante, los rayazos aparecían en todos los aparatos de uno de los tres modelos que se estaban fabricando ese día. Hice constar ese defecto como muy grave en el informe que preparé para Yolanda a las cuatro y media de la tarde, aunque lo más frustrante fue el ver como después de recibirlo con muchísima educación, lo tiraba directamente a la papelera cuando salía de la oficina.
        Álvaro me esperaba en su Peugeot 206, y mientras me dirigía al coche pude sentir de nuevo ese pellizco en la nuca. Allí estaba, en la puerta de acceso a la oficina siguiéndome con la mirada. Esta vez decidí fijarme en quien era ese hombre y no acobardarme al mirarlo a los ojos. Me fue imposible. Pude fijarme en su apariencia pero no podía aguantarle la mirada. Me resultaba extrañamente familiar, aunque no lo había visto en mi vida. Por primera vez en muchísimo tiempo me sentí totalmente vulnerable y sin ningún control sobre la posible acción de otra persona sobre mí. Y sinceramente para alguien tan terriblemente controlador como yo, eso era inaceptable.
        -¿Has visto a ese tipo que está en la puerta de las oficinas?- Le pregunté a Álvaro mientras entraba en el coche.
        -¿Te refieres al japonés rubio?- Me dijo, confiando en que yo ya sabría de quien hablaba.
        -La verdad es que no me he fijado en si era rubio o no.- Le contesté un poco abrumado.
        -Pues es lo primero en que se ha fijado todo el mundo, es el primer japonés rubio que han visto por aquí, por lo que dicen es mestizo de madre europea.- Me explicó con todo detalle mi chico. -Se le ve muy joven comparado con el resto de técnicos, no sé a qué sección está adjudicado.- Añadió.
        Mientras arrancaba el coche pude comprobar que verdaderamente era un chico muy joven, con facciones asiáticas pero con el pelo corto y rubio, casi dorado. Me siguió con la mirada hasta que desaparecimos detrás de la nave de almacén dirección a la salida.
        ¿Por qué me parecía tan familiar y a la vez me incomodaba tantísimo ese chico?



        Posdata:
        Por mucho que intentes evitarlo, siempre habrá un roto para un descosido. Y lo peor de todo, la tendencia inevitable de todo recosido a descoserse.








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